27/6/23

El libro de Campos de Nijar lo escribe Goytisolo en 1960 (premio Cervantes 2014), también Federico García Lorca escribe bodas de sangre a raíz del asesinato en un cortijo de Nijar en el año 1928. Goytisolo nace en el año 1931, el mismo año que mi padre. Estas y más coincidencias hacen que algún día descubra que pasó en Nijar. He estado solo una vez en ese pueblo en 2008, allí descubrí en uno de sus pueblos de mar la bolsita con migas de pan a las que ellos llaman gurullos. En mi casa siempre me habían dicho marrana por la costumbre de hacer bolitas con el pan húmedo, algo que me produce tremendo placer, relajación y satisfacción al seccionar con el dedo pulgar e índice el trocito de masa que caía perfecto a montañita de migas, encima de cualquier mesa, en un trocito de servilleta o una hoja de papel. Caía una tras otra, de color blanco oscurecido, del mismo calibre, pequeños diminutos, como fideos, haciendo una pequeña montaña que hasta que no tenía una altura de 4 o 5 cm no abandonaba. Después hundía los dedos en ellas y volvía a acariciar las migas, esta vez entre los dedos pulgar, índice y corazón. Su tacto suave en el pulpejo me llenaba de tranquilidad. Así los aireaba, hasta que parecían haber perdido un poco de su humedad y se quedaban más secos y afilados. Entonces con la palma de la mano hacia abajo, los extendía encima de la servilleta o del papel y solo quedaba una fina capa que rodaba bajo todos los dedos a la vez. Luego nunca los aprovechaba, una vez hecha la labor, los arrastraba hasta el cuenco que hacía con la palma de la mano, esta vez hacia arriba, la cerraba e iban directos a la basura o a la papelera. Ahora sé que todos estos años, no he hecho más que repetir algo que ya había aprendido en mi otra vida, ya que desde pequeña repetía la misma rutina en la comida o en la cena. El grado de perfección adquirido era inusual para una niña de mi edad. Y así hasta ahora, de adolescente, a los 30, de madura ya me escondía de la gente al hacerlo. Luego me revelé y a partir de los 50 volví a hacerlo en público, estuviera en casa o en un restaurant. Muchos años me tiré, y aún de vez en cuando, echándome la masa a un bolsillo para ya en un sitio seguro hacer las migas y tirarlas directamente al suelo. Incluso sentarme en la taza del baño y cuando había acabado de desmenuzar tirarlas por el retrete. Otras veces, ya secas, las volvía a introducir en el bolsillo para ir caminando y mareándolas sin que me vieran, con la mano dentro tocando mi preciado tesoro. Que curiosa costumbre, que me acompañará hasta que me muera. Algo que se consideraba sucio, no era más que una costumbre de las abuelas de Almería para elaborar los gurullos para echarlos a los guisos de conejo o de sepia. Gente de mi edad, los ha llegado a comer pero no conocen su arte ni se plantean hacerlos. Era comida de pobres. Solo harina, agua y sal. En aquella visita a Nijar, visitamos una iglesia que había en una plaza de color blanco, Iglesia de Santa María de la Anunciación, como todo el pueblo. Allí sentí ese escalofrío. Y allí me puse a llorar. Algo trágico, clavado como un puñal sentí en mi cuerpo, un dolor por una pérdida muy grande, un llanto desconsolado. Quisiera saber de dónde venía pero seguro rememoré una muerte y una soledad tan grande como jamás sentí. Me sentí muy sola en ese mundo, desvalida y ya ni odio ni rabia me quedaba. Volver allí fue devastador. No podía respirar y salí al exterior. El aire caliente aplastaba el cuerpo y el ánimo. No había resguardo posible.

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